Vivencias, sueños y reflexiones en el camino a la docencia

El profesor que sólo sabe, manipula y monopoliza el conocimiento; pero el que además de saber posee sabiduría, sabe guiar y motivar a sus alumnos para que ellos disfruten el placer de conquistar el don del conocimiento. El profesor que sólo se ocupa del conocimiento, enseña; pero el que conjuga el saber con la sabiduría, propicia el ambiente humano y académico para que se construya el conocimiento.

Autor: Dr. Efraín Corzo Pérez*

En la madrugada del 19 de marzo de 1956, bajo el cobijo de una humilde choza, nací entre el regocijo de mis padres, ya que era el primer hijo, de 8 que llegamos a ser. La Choza se escondía entre las montañas del poniente del municipio de Villaflores, Chiapas; México. Y es que era un buen escondite para dos enamorados que habían decidido huir de sus hogares para vivir juntos su juventud. Mi madre, que en paz descanse, se llamaba Ángela Pérez Coutiño, y mi papá, Allende Corzo Espinosa. Desgraciadamente por estar tan escondido el lugar, mi madre fue atendida por una vieja y alcohólica partera a quien mi padre tuvo que ir por ella con el compromiso de aprovisionarle de suficiente aguardiente. Precisamente con aguardiente, según mi padre, se lavó las manos, para “desinfectarse”. Y así llegué a este mundo.

Cuando tenía dos años, mis padres decidieron irse a vivir a la Finca “San Felipe”, del municipio de la Concordia, del mismo estado. Ahí crecí entre el arroz, el maíz y el frijol; entre el juego con gusanos y las piedras del río; y dos hermanos más de compañía: Georgina y Jaime.

Al cumplir los seis años, nos trasladamos a otro rancho: “Cerro Azul”, cerca de donde había vivido y que era propiedad de mis abuelos paternos. Y ahora ahí, entre montañas de miedo y bosques en serranías, entre la caza del venado y las palomas en vuelo, entre el pastoreo de reses, gallinas y puercos, y entre arroyuelos y ríos, seguí creciendo alegremente con otros dos hermanos más: Javier y Guillermina.

La pobreza reinaba en mi hogar, mas no la tristeza ni el desconsuelo. Así que con el deseo de prosperar, la familia emigró a la Colonia “Emiliano Zapata”, Municipio de Arriaga, Chiapas. Con el caluroso sol, el viento, el polvo, el calor, la pequeña pesca en la orilla del mar, la milpa y el ajonjolí, y sumidos en una terrible pobreza, sobrevivimos dos años. Pero algo importante: ¡Había conocido la escuela! Ahí asistí al 1° y 2° grado. Había aprendido a leer y escribir y me sentía importante.

Con una hermanita más en la Familia (Lilia; y ya somos seis) volvimos a emigrar. Esta vez a un rancho de mis abuelos maternos: Finca “Buenos Aires”, Municipio de Villa Corzo, Chiapas. En este lugar no extrañaba la vida del rancho, sino la escuela. Las escuelas estaban muy lejos del lugar, pero como había muchos niños en edad escolar, mi padre, tíos y otros señores de otras rancherías gestionaron la llegada de un maestro. No recuerdo cómo le hicieron pero llegó un maestro ya grande, como jubilado, con una familia numerosa, y en una casa vieja de bajareque lo instalaron y ahí mismo daba clases. Lo que sí recuerdo es que no dependía del gobierno. Los padres de familia le pagaban unas cuantas monedas y lo demás con maíz y fríjol; los niños teníamos que acarrearle el agua y amontonarle la leña para su cocina.

El profesor duró poco tiempo y nuestros estudios no tenían validez. Llegó entonces el profesor Camilo Gamboa Ocaña, ya por parte de la federación. Organizó inmediatamente a las rancherías y en la finca Concepción, municipio de Villa Corzo, construyeron la escuelita de lodo. Unos padres cortando la madera necesaria, otros abriendo los agujeros, otros sembrándolos, otros amarrándolos con bejucos, los niños acarreando paja y batiendo el lodo; en fin, en dos días quedó la escuelita y todos asistimos emocionados a clases, a nuestra escuela Primaria Rural Federal “Pablo Galeana”. Olvidaba decir que el profesor estaba autorizado para atender solamente a los de primero y segundo grado, o sea que yo quedaba fuera; sin embargo, aquel buen profesor llegó a un acuerdo con otras escuelas de las colonias más cercanas para que nos inscribieran allá, pero recibiéramos clases en la ranchería. Así estudié mi tercero y cuarto grado. Lo recuerdo gratamente: las idas a presentar examen a la colonia “Revolución Mexicana”, las fiestas de la comunidad, los bailables, las poesías, las obras de teatro, el Día de las Madres, la Clausura de cursos, los adornos, los papelitos de colores, los globos, las flores naturales y las ramas verdes. Hoy, los vestigios de aquella mi escuelita yacen en el fondo de las aguas de la presa “La Angostura”, y su recuerdo glorioso, en el fondo de mi corazón.

Siendo el más grande y la familia empobrecida, mis padres tomaron la decisión de que ya no estudiara, porque era momento de que yo ganara la tarea (cinco pesos al día). El Profesor Camilo se había ido dejando muchos amigos y compadres, entre ellos, mi padre. Llegó a sustituirlo el Profesor Rodiberto S. Hernández. Se iniciaron las clases, yo ya no estudiaba, así que cuando tenía la oportunidad pasaba por la escuela a mirar por la ventana. Sucedió que en varias ocasiones de esas que me asomaba desde aquel lugar, el profesor Rodiberto se dirigía hacia mí para pedir mi intervención para resolver algún problema o responder una pregunta sobre los temas que estaba tratando con sus alumnos y que ellos no podían responder pero que yo solía acertar.

Un día, visitó mi casa y pidió a mis padres que me dejaran estudiar. Él ofreció su casa, en San Fernando, donde ayudaría a su mamá en el negocio de la matancería de puerco, mientras me daba la oportunidad de estudiar. Después de muchos ruegos y argumentos, mis padres aceptaron y viajé a San Fernando, municipio del mismo nombre. Ya era noviembre cuando inicié mis estudios, y ahora ahí, entre levantarse de madrugada, pelar y descuartizar los puercos, caminar lentamente por las tardes arreando los marranos por terrenos lodosos y barro pegóstico, logré terminar el quinto grado en el año de 1970. Regresaba en vacaciones y ayudaba a mis padres en las labores del campo, y disfrutaba la compañía de mi madre, mi padre y mis hermanitos.

Al terminar el quinto grado regresé a la casa. Durante las vacaciones mis padres sentían el gran apoyo que representaba mi fuerza de trabajo y nuevamente decidieron que no estudiaría. Aunque resignado, ya había en mí una espinita por alcanzar algo más, y no sólo porque me beneficiaría personalmente, sino porque quería contribuir a sacar a mi familia de la paupérrima situación. El maestro Rodiberto, quien me había ayudado, ya se había cambiado, y aunque había ofrecido su ayuda para otro año, ya no insistió a mis padres. Pero, otra vez por el mes de noviembre llegó a visitar a la comunidad el Profesor Camilo, mi maestro de tercero y cuarto, e insistió a mis padres que me dejaran estudiar, y de igual forma él ofreció su casa para que yo cursara el sexto grado mientras también apoyaba a su familia. Así fue como emigré a la colonia “20 de Noviembre”, municipio de Villa de Acala, Chiapas. Ayudando en las labores del campo en las madrugadas, en las tardes y en los fines de semana, logré estudiar mi sexto grado.

Al finalizar el ciclo escolar se llevó a cabo el concurso de sexto grado (hoy, Olimpiada del Conocimiento) y obtuve el primer lugar. El premio era viajar a la Ciudad de México y pensé que a mis padres les agradaría y que se sentirían orgullosos y felices, pues ir a México era un sueño (de la capital sólo sabíamos algo a través de lo que escuchábamos por la radio), pero aunque en el fondo fue así, fue más grande otra preocupación: no tenían dinero. Me mandaron a decir que me regresara porque había mucho trabajo que hacer. Pero entre que alguno me regaló la camisa, otro el pantalón, otro me prestó los zapatos, y cien pesos que pidió prestado mi padre finalmente hice el viaje. “Gasta lo menos posible”, me dijo mi padre cuando me dio el dinero. Saludé al presidente que en ese tiempo era el Lic. Luis Echeverría Álvarez. Era el año de 1971.

De los cien pesos, regresé noventa y cinco, porque había gastado 5 pesos en comprar una bolsita de mano para mi hermanita Georgina (y es que la bolsa semejaba piel de culebra) y unos dulces para mis hermanitos. Regresé ilusionado a mi hogar, pero mis padres se habían distanciado; sin embargo, mi llegada propició el reencuentro, y entre abrazos y llanto con mis padres y hermanitos celebramos la reconciliación. Después de un rato, viendo aquel cuadro de tristeza, de abandono y de pobreza, caminé hacia afuera de la humilde casa donde no me vieran mis hermanitos y ahí di rienda suelta al llanto que me ahogaba. Ese momento fue importante para mí porque ahí, justo ahí, me propuse hacer algo para salir de esa condición, y una de las opciones era viajar a la capital, aunque era una opción que también mis padres ya lo habían contemplado alguna vez. Por la noche platicamos largamente acerca del viaje que había hecho a México y para cuando nos íbamos a acostar la mayoría llevaba la firme ilusión de trasladarnos a vivir a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez. Y así fue, un buen día, después de vender lo casi nada que teníamos, y con dos hermanos más (Ana María y Orlando), emigramos. “Si los borrachos no mueren, menos nosotros”, dijo mi padre.

Una vez instalados en la capital, durmiendo en el piso en un principio, mi abnegada madre haciendo abundar los alimentos para que ajustara para todos, iniciamos otra aventura. Trabajé por las mañanas en un servicio de lavado de autos (Autoservicio Zoque, a un costado de la Iglesia de Guadalupe), después en una tienda de autoservicio (Tienda SUCASA, a un lado del cine Chiapas 70), y finalmente en una taquería que mis padres pusieron. Así contribuía a la economía del hogar, al igual que mis hermanitos más grandes. Eso sí, por la tarde todos íbamos a la escuela. De esa manera logramos nuestros estudios, y yo terminar mi carrera de Normalista.

Fue difícil para mi familia y para mí lograr alcanzar una carrera, pero el recuerdo de esa lucha continua está lleno de valor, de alegría, de espíritu de superación; de canciones, música y poesía; de bromas, juegos y deportes. Aun, en estos últimos años fui seleccionado en la ciudad que hoy resido en básquetbol y fútbol, deportes que me apasionan todavía.

Actualmente disfruto de la compañía de mi esposa la también profesora María Eva Trejo Montoya, quien llegó a mi vida como una bendición y como una fuente de gran apoyo y de enorme inspiración para seguirme superando como persona y profesionalmente. Igualmente disfruto de unos excelentes hijos que Dios me ha mandado: Lizzette Maily, Neil Vladimir y Evelin Mariel, en mi casa ubicada en la hermosa Ciudad de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas.

Deseo expresar que quiero y respeto mi trabajo. Me gusta y me siento orgulloso de ser profesor. Y siguen inspirándome para seguir amando mi trabajo: mis padres (ambos ya fallecidos), mis ocho hermanos (una ya fallecida), mi esposa y mis hijos, y también aquellas buenas personas que me cobijaron en sus hogares para que yo continuara mis estudios, aquellos buenos maestros que me enseñaron mis primeras letras; aquellos que me apoyaron y motivaron para alcanzar esta noble profesión, especialmente el Profesor Camilo Gamboa Ocaña y el Profesor Rodiberto S. Hernández Gómez.

Fui invitado a hacer esta retrospección de mi vida al hacerme merecedor del reconocimiento “Ignacio Manuel Altamirano”, al desempeño en el programa de Carrera Magisterial. Ya muchas veces había ido y venido con los recuerdos para reencontrar mis raíces y tener aliento para continuar con mi desempeño como profesor, pero esta retrospección ha sido de las más profundas que me ha llevado a reconocer episodios, procesos, contextos, y otras circunstancias que forjaron mi carácter de docente.

Casi cada palabra, cada frase escrita, conforma una bomba de emociones que explota en todo mi ser y se manifiesta con nudos en la garganta, que después se vuelven llantos abiertos, acompañados de abundantes lágrimas en mis ojos. Sin embargo, en los momentos de calma pero emocionado, logro distinguir, en primer lugar, el papel fundamental de los padres en el desarrollo personal de sus hijos.

El hecho que mis padres hayan emigrado buscando donde hubiera una escuela para sus hijos, en gastar lo que no les sobraba para poder pagar a un docente aunque el estudio no tuviera validez oficial; que con el sudor de sus frentes y las habilidades de sus manos hayan construido no sólo el local, si no la propia escuela en sí: el jacal, sus rústicos mesabancos, y también la organización: el comité de padres, los viajes para solicitar el maestro; el ver a mi padre cargar en brazos a su hijo accidentado, llevándolo a la escuela para que no perdiera sus clases; todo esto y mucho más que hicieron mis padres y lo que hacen muchos padres de familia, dicen, sin decir que la escuela es el “Templo del Saber”, cuán importante es la escuela para la formación de los niños y adolescentes.

Este concepto de la escuela, como espacio de gran valor para la compartición democrática de la cultura, que me hicieron comprender mis antecesores, me han llevado a considerar la importancia que tiene trabajar con los padres, no en el sentido político o de control, sino de emocionarlos con la escuela, con su función socializadora, con su función cultural. Que se emocionen con la cultura da la palabra oral y escrita, con el mundo de los números, sus medidas y ecuaciones; con los saberes de la ciencia y con la expresión de los sentimientos a través de las artes.

Es muy grato encontrarme con padres de familia, que aun no sabiendo leer y escribir, aun no dominando la misma lengua, llegan a la escuela preocupados a preguntar por el desempeño de su hijo. A veces llevan el cuaderno del hijo sorprendidos por que no llevaron la tarea a casa el día anterior, o no hay las calificaciones del maestro como evidencia de trabajo en el aula.

Señores padres y madres de familia, es impostergable volver la querencia a la escuela, el respeto y el amor hacia ella. Sus hijos lo comprenderán y aprenderán a respetarla y a quererla en un profundo sentimiento de gratitud, que durará toda la vida. Yo soy un ejemplo.

Por otro lado, otra de las grandes enseñanzas que valoro y seguiré valorando, es la acción de las buenas personas que me encontré en mi camino, sobre todo en este recorrer de mi formación. A pesar de las maldades y atrocidades que hoy se escuchan, yo sigo creyendo en la humanidad, en sus acciones de bondad.

Es muy probable que aquellos buenos profesores que me ayudaron se hayan conmovido de la pobreza extrema de mi familia, que hayan sentido el olor a hambre que nos embargaba y hayan visto un halo de luz en la oscuridad de nuestra situación de hogar, y que esto les haya hecho llevarme a sus casas. Pero el que sus padres me hayan cobijado en ellas, que me hayan brindado un pequeño techo, me hayan puesto en mi mesa los sagrados alimentos y me hayan regalado unos pequeños rayos de calor de hogar, me han hecho seguir creyendo en la humanidad. El gesto de aquellas personas, humildes y también pobres, que me regalaron la camisa y el pantalón, los zapatos, o prestarme el dinero, fueron gentos de amor, fueron gestos de bondad.

También me encontré por ahí a otras bellísimas personas que pusieron en mis manos, en momentos de hambre y sed, unas galletas, un café o unos sencillos pero nutrientes tacos. Así aunque hoy cenando escucho las noticias de la maldad del hombre, el recuerdo de sus bondades refuerzan mi espíritu y sigo creyendo en la humanidad.

Y así fui; y voy, de comunidad en comunidad, de escuela en escuela, de aula en aula, prodigando e impregnando mí quehacer docente con un espíritu de amor y de fe al prójimo. Ese mismo espíritu me lleva a tener fe en los niños y jóvenes, sobre todo con los que presentan algún déficit, físico o cultural. También este mismo espíritu me ha llevado a entregarme en cuerpo y alma a la tarea educativa. Mi carrera se sigue nutriendo de gratas experiencias cuando logro sacar adelante a estos niños. Encuentro en este amor al próximo y mi fe en la humanidad, el placer de seguir viviendo y sirviendo en mi tarea de educar a los niños y jóvenes.

Finalmente, no por ello niego que hay otras emociones que quisieran estallar, quiero referirme al maestro. Al papel primordial que juega el profesor. Los maestros que me ayudaron siguen iluminando mi camino, siguen guiando mi proceder docente, y siguen en mi mente y mi corazón. ¿Pero estar en la mente y en el corazón de un alumno no debiera ser una misión del profesor? Ellos dejaron huella en mi desarrollo personal ¿No sería esto también una gran tarea del maestro: dejar huella en el corazón de sus alumnos? Sé que hubo maestros, y quizás haya que no sólo dejan huella sino cicatrices de dolor, de baja autoestima, de incomprensión. Sé que hubo quienes castigaban y maltrataban al alumno. Tuve una, pero el recuerdo de su actitud es opacada por la huella imborrable de mis excelentísimos maestros.

Algo les caracterizaba a esa generación de profesores, algo les inculcaron en las escuelas de formación docente. No lo aseguro, pero parecen haberse formado en la década de los 60’-70’. Llegaban con alegría y entrega a sus lugares de adscripción. Comían lo que comía la gente de la comunidad; bebían lo que bebía su pueblo, a veces hasta el posh, la chicha y la taberna; platicaban con la gente; escuchaban las historias, creencias, mitos y leyendas del lugar; participaban en las fiestas religiosas y populares; se quedaban en la casa del rico o del pobre, donde le ofrecían una cena y un catre donde dormir. Por eso el pueblo les quería y les respetaba. Le brindaban tiempo a la escuela y a la comunidad. Por las tardes daban clases a los adultos interesados en aprender a leer y escribir, y a los niños rezagados. Se quedaban el fin de semana y programaban juegos deportivos y actividades técnicas y culturales. Disfrutaban que los alumnos aprendieran, que se desenvolvieran cada vez mejor.

Al conocer cada familia, cada hogar del alumno, les permitía tener un diagnóstico completo y claro de cada alumno; comprender y entender sus necesidades socioemocionales y académicas. Todo esto les permitía priorizar y contextualizar de mejor manera los contenidos de aprendizaje y hacer cada vez más atractivo y emocionante la adquisición de conocimiento.

Los buenos maestros, los que dejan huella en la mente y el corazón, tienen la particularidad de creer en ti, de creer en sus alumnos. Te inculcan la fe en ti, en que tú puedes en que tienes capacidad. No te regalan masticado el conocimiento, te ayudan a conquistarlo.

Estos buenos maestros leían y se actualizaban. Se les notaba cuando en el aula hablaban bien; escribían bien, con gran caligrafía e intachable ortografía. Declamaban y dramatizaban fácilmente, mostraban ante nosotros gran habilidad para dibujar, ya fueran mapas de los continentes con sus cordilleras, ríos, lagos, montañas y volcanes, como también las figuras geométricas, dibujados ante nosotros, utilizando debidamente los instrumentos. Con todo ello lograban transmitir ese amor a la palabra, al razonamiento matemático, a la comprensión del mundo natural y social. Desde luego que presentándose así como un agente cultural de gran valía, se convertían inmediatamente en modelos a seguir.

Ese amor al conocimiento, ese espíritu de superación constante, me transmitieron mis buenos maestros y me sirvieron para aprovechar todos los cursos de superación y actualización que ofrecía el programa de Carrera Magisterial, fueran estos en fines de semana o en vacaciones. Y un buen día fui sorprendido con la noticia de que me hacía acreedor del “Reconocimiento Ignacio Manuel Altamirano”, lo que me ha llenado de orgullo no solo en lo personal y en lo familiar, sino porque lo comparto con aquellos buenos maestros, que sí saben dejar huella en la mente y en el corazón de los alumnos, que los hay muchos en esta noble profesión de enseñar.

*Profesor de educación primaria por el Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas Licenciado en Educación Primaria por la Universidad Pedagógica Nacional de Chiapas. Licenciado en Lengua y Literatura por la Escuela Normal Superior de Chiapas. Maestro en Ciencias de la Educación por la Universidad Mesoamericana de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Doctor en Educación, por la Universidad del Sur, de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.

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